
Tom Cruise ha ganado, por fin, el Oscar que durante años parecía una especie de mito urbano en torno a su figura —después de haber sido nominado cuatro veces y perder todas las estatuillas—. Con este gesto, Hollywood reconoce no solo a un actor, sino al último representante de una estirpe: la del intérprete-estrella que supo sobrevivir al auge de los superhéroes, a la era del desencanto y al reinado del algoritmo sin perder ni forma ni magnetismo. Cruise encarna una masculinidad intensa y milimétrica que se moldeó a base de disciplina y riesgos.














